El apagón pone de manifiesto que el Estado no podía dejar de lado su función específica, que es proteger los intereses de la sociedad. JORGE SCHVARZER. Economista El Estado pertenece a un reducidísimo grupo de organismos sociales muy...
moreEl apagón pone de manifiesto que el Estado no podía dejar de lado su función específica, que es proteger los intereses de la sociedad. JORGE SCHVARZER. Economista El Estado pertenece a un reducidísimo grupo de organismos sociales muy antiguos que conoce la humanidad. Casi podría decirse que existió siempre, como señalan los registros de cualquier civilización perdida en la noche de los tiempos. El Estado antiguo no tenía el mismo carácter que el actual, y la evolución en el largo plazo es tan pronunciada que puede imaginarse que el Estado del futuro tampoco se parecerá al del presente. Pero esa misma existencia a lo largo de milenios sugiere hasta qué punto el Estado responde a una necesidad social de organización y regulación de la vida en común.Ese fenómeno es consensual. Hasta los más recalcitrantes enemigos del Estado reconocen que éste debe cumplir ciertas funciones básicas como garantizar la seguridad y la justicia. Las diferencias comienzan cuando se avanza hacia otros aspectos, y una de las más oídas en la actualidad se refiere al presunto rol excesivo del Estado en el ámbito económico. Las críticas a su presencia en la economía se derivan de la creencia de la ortodoxia en la eficiencia absoluta del mercado. En efecto, si el mercado pudiera resolver los problemas de asignación de recursos, aumento de la riqueza social, mejora de la equidad, equilibrio del medio ambiente, etc., no haría falta (y hasta sería contraproducente) que el Estado interviniera en la economía. En otras palabras, esas críticas al Estado se derivan, en esencia, de una fe inamovible en la capacidad del mercado para resolver dichos problemas. Como repite el semanario británico The Economist, el mercado puede fallar, pero termina saliendo airoso, y siempre es mejor afrontar sus fallas que depender de los burócratas. Un discurso que no se pudo sostener públicamente en la famosa depresión del 30, pero que se volvió a instalar gracias al olvido de la historia y su reinterpretación desde el presente. Más allá de la discusión escatológica sobre los vicios y las virtudes del mercado, hay un punto esencial que no puede perderse de vista. El mercado no es un fenómeno divino, no es espontáneo, no es parte de la naturaleza de las cosas. Cualquier analista prudente reconoce que el mercado es una creación social (igual que el Estado), que, por lo tanto, debe ser organizado y regulado para operar de manera correcta si va a satisfacer las funciones que se esperan de él. Un mercado eficiente, como explican los libros de texto, debe cumplir una serie tan larga de condiciones que es imposible encontrar en la práctica alguno que las cumpla en su totalidad. De allí que alguien debe organizar el funcionamiento del mercado y asegurar que esas normas (como las de competencia, transparencia, etc.) se cumplan. Ese alguien, a falta de otro mejor, es el Estado. Parodiando a The Economist, se puede decir que es mejor que el Estado regule al mercado que esperar el desastre. No se trata de una frase de efecto. La reciente crisis energética es sólo la punta del iceberg de la deserción del Estado argentino de sus funciones básicas. No se puede culpar a una empresa de querer ganar dinero, reduciendo costos y subiendo precios. Y menos aún si lo puede hacer gracias a una posición monopólica (otorgada por el Estado). Por el contrario, ésa es la actitud esperable de un agente privado, de acuerdo con las teorías del mercado. Lo criticable es que el Estado no se haya hecho cargo de dicha problemática. Sólo él podía encarar, mediante el proceso regulatorio, el esfuerzo necesario para que la empresa atendiera a los requerimientos sociales sin perder de vista su objetivo de ganancia. El problema es general porque las privatizaciones efectuadas en el país, con tanta urgencia como desaprensión por el futuro, ignoraron que el problema no pasaba por la propiedad de la empresa (que pasó de estatal a privada) como por la construcción de un sistema de estímulo y control de sus decisiones (que podría pasar por el mercado, pero sólo en el caso utópico de que éste fuera eficiente). Las antiguas empresas estatales de servicios públicos no eran controladas por nadie. Las actuales empresas privadas tampoco. Aquellas daban pérdidas porque no tenían patrón ni objetivos. Estas dan beneficios porque tienen